Don Aníbal y doña Ethel
La luz del nuevo día ingresó por las rendijas de la ventana y por debajo de la pesada puerta de madera que daba a la calle. En el cuarto, de paredes de bajareque encaladas hacía ya algún tiempo, había dos camas ocupadas por dos niños pequeños. El menor de ellos, Santiago, abrió los ojos con ansiedad y comenzó a escuchar...
Afueta, en el patio, se oía ya el cacareo de las gallinas, que comenzaban a buscar comida; los gatos maullaban, sin duda porque se oían ruidos del final del corredor donde estaba la cocina y alguien ya habría prendido el fuego del poyo para hacer el desayuno.
"Seguramente mi mamá va a hacer chocolate" pensó Santiago. En el cuarto vecino alguien abrió la puerta y su hermano, que también se había despertado ya, se levantó y lo sacudió.
-- ¡Levántate! Ya es tarde -- le dijo.
Santiago se levantó y se vistió. En el clima frío de su pueblo, en las alturas de la Sierra Madre, no era costumbre bañarse temprano ni todos los días. Se lavó la cara en el agua fría de la pila. Estaba un poco desilusionado, porque nadie le decía nada. A pesar que su familia era poco dada a las demostraciones de afecto, esperaba que alguien se acordara que era su cumpleaños porque ya habían comenzado las fiestas patronales del pueblo en honor al apóstol Santiago, cuyo nombre le habían puesto a él. ¿O se habría equivocado de fecha?
Entró a la cocina y vio a su madre parada junto al poyo. Era una señora de mediana edad, medio gordita y vestida con mucha sencillez. Su cara, permanentemente seria, mostraba las señales no solo de la edad sino del sufrimiento de la viudez, la soledad y la responsabilidad de criar 8 hijos por sí sola. Preparaba algo en el fuego, tal vez el chocolate. Pero no, cuando se volteó lo que le ofreció a Santiago era un pocillo de café con tortilla quemada y panela... que él detestaba.
-- Buenos días mamá Fidelita -- saludó. Así le decían los niños a su mamá ya que también estaba "mamá" Trinis, su abuela.
-- Buenos días m'ijito. ¡Feliz cumpleaños!
El pequeño la miró con ansiedad mientras ella metía una mano en la bolsa del delantal y le ofrecía una reluciente moneda de a cinco centavos de Quetzal. En esos sencillos días cinco centavos compraban la mitad de la comida del día para una persona, así que debían haber signficado un importante sacrificio para la viuda. Santiago lo sabía y la recibió con una sonrisa de oreja a oreja, pensando en las deliciosas viandas que podría comprar con esa fortuna.
La familia se reunió - dos hermanas mayores, un hermano mayor y uno menor. Los otros hijos ya habían salido de casa hacía algún tiempo, buscando su destino y como ayudar a su madre con el sustento familiar.
Como no era día de clases, todos recibieron sus tareas, incluso el cumpleañero. A Santiago le tocó limpiar la calle entre su casa y un terreno que tenían enfrente. Era una tarea tediosa porque había que sacar todas las hierbas que crecían entre el empedrado. La casa de la familia, heredada de su abuelo materno, estaba muy cerca de la municipalidad y la plaza del pueblo por lo que se encontraba rodeada de calles empedradas. Más abajo, a un par de cuadras de distancia, la calle que iba al cementerio era de tierra.
Santiago hizo un alto en su tarea y fue al mercado, apenas a media cuadra de su casa. A su corta edad estaba acostumbrado a caminar solo por todo el pueblo y nadie le ponía atención. En ese pequeño pueblo del altiplano guatemalteco en la tercera década del siglo XX un niño estaba tan seguro en el mercado como en su casa; todos lo conocían y sabían quién era su madre, por cierto, una de las personalidades del pueblo.
En el mercado, Santiago compró sus dulces de cajeta, espumillas, higos caramelizados, nuégados, roscas y otras menudencias semejantes, las que planeaba compartir con sus hermanos. Caminando de vuelta se paró a ver un rótulo que anunciaba la próxima venida de un circo al pueblo. No estaba tanto interesado en el circo sino que se gozaba de poder leer el rótulo ya que apenas ese año había aprendido a leer, lo que se volvería uno de sus pasatiempos favoritos. En la esquina, sobre el rótulo había un pequeño pájaro. Santiago colocó su compra en el suelo y sacó su honda de hule, con la que certeramente derribó al desdichado pájaro de una pedrada. Corrió a revisarlo pero lo dejó allí donde había caído cuando se dió cuenta que no era particularmente comestible.
Almorzó y siguio con su tarea de deshierbar el empedrado. Caía el sol cuando terminó. Mientras cenaban se quedó esperando que alguien hiciera algún comentario sobre su cumpleaños pero nadie dijo nada, a pesar de haber compartido con todos las golosinas. La familia recogió y limpió y llegó la hora de acostarse.
Antes de dormir, Santiago meditó observando las telarañas en el techo de machimbre. Su cumpleaños había llegado y se había ido sin mucho ruido. Había pensado si su mamá... pero no, cuántas veces ella le había dicho que era viuda y tenía que mantener cinco hijos con lo que ganaba como costurera y lo que le daban, a veces, sus hijos mayores... Por eso se ponía tan contenta cuando él traía una ardilla o un tuacuazín que había cazado con su honda de hule... Pero si no hubiera que trabajar el dia del cumpleaños... Qué aburrido deshierbar el empedrado... Tal vez el próximo año...
Versión original de esta historia - 10 de agosto de 1979.
Texto y fotografías bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 Guatemala
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